Tierra de nadie
Por : Luis Guerrero
Todo empezó como una broma y terminó en un sorprendente golpe de suerte para toda la clase. Sandra había escuchado el consejo de una de sus amigas del cuarto año sobre el inminente examen de geografía y no lo podía creer. Le había dicho que lo tome con calma ya que el profesor preguntaba siempre lo mismo y, acto seguido, le había prestado su propio examen del año pasado, calificado con un luminoso veinte. Apréndete estas respuestas, le insistió, yo hice lo mismo con el examen de una amiga que había llevado antes el curso.
Sandra no tenía mucho que perder, pues el profesor, en verdad, no había hecho clases hasta ese momento del año. Se limitaba a pegar sobre la pizarra papeles de 75 x 105 cm. con una serie de nombres y definiciones escritos en plumón grueso, que luego los hacía copiar prolijamente en el cuaderno. Mientras tanto, se sentaba en su escritorio a leer el diario y a dormitar por ratos, cuando no se paraba en el umbral de la puerta del aula a conversar con su colega del salón contiguo. Esa rutina era invariable y, a decir de sus ex-alumnos de grados superiores, era la de todos los años.
Fue así como Sandra se animó a aceptar el consejo y a compartirlo con sus demás compañeros. Ese día, todos se dedicaron con empeño a memorizar las respuestas del examen del año pasado. A la mañana siguiente, los muchachos rindieron la prueba con enorme confianza e inusual velocidad. Pero lo mejor de todo fue el comentario del profesor al devolverles las pruebas corregidas, todas con veinte: los felicito chicos ¡Veo que han estudiado muy bien!
La historia de Sandra es real y ocurrió hace pocos años, no en una escuela situada en la cordillera alta, a tres días de camino de un pueblo de frontera, sino en un colegio público de Lima Metropolitana, bajo un currículo reformado orientado al desarrollo de capacidades, dotado de textos escolares actualizados y a cargo de maestros capacitados en el nuevo enfoque.
Testimonios como los de Sandra son realmente abrumadores y, además, bastante comentados en las conversaciones cotidianas de los muchachos y los padres de familia. Entonces ¿Por qué no son noticia en la prensa ni se convierten en un escándalo público? ¿Por qué no hay políticas ni mecanismos capaces de detectar y corregir estas situaciones de manera efectiva y oportuna? Bien vale la pena ensayar algunas explicaciones.
Para empezar, a muchachos como Sandra nunca se les pregunta nada acerca de la calidad del servicio que reciben en las escuelas y que, en sentido estricto, constituye la satisfacción de un derecho. Así, registrar su nivel de agrado y satisfacción con las experiencias que viven dentro y fuera del aula en el ejercicio de ese derecho no interesa a la autoridad ni es objeto de ninguna política. Además, muchas familias saben por experiencia que las escuelas son tierra de nadie y que sus quejas no sólo no tendrán eco sino que regresarán como un boomerang en contra de sus hijos. Entonces, prefieren callar.
Por otro lado, para este tipo de situaciones, pese a constituir una estafa institucionalizada, la sociedad adulta suele tener una gran tolerancia, pues son los niños quienes la padecen. Cualquier solución, sin embargo, tiene que pasar por darles más voz y mayor credibilidad a los estudiantes. Hasta pronto.
Publicado: CNR- 06/02/09 - http://www.cnr.org.pe/aa/pluma.shtml?x=6157
Por : Luis Guerrero
Todo empezó como una broma y terminó en un sorprendente golpe de suerte para toda la clase. Sandra había escuchado el consejo de una de sus amigas del cuarto año sobre el inminente examen de geografía y no lo podía creer. Le había dicho que lo tome con calma ya que el profesor preguntaba siempre lo mismo y, acto seguido, le había prestado su propio examen del año pasado, calificado con un luminoso veinte. Apréndete estas respuestas, le insistió, yo hice lo mismo con el examen de una amiga que había llevado antes el curso.
Sandra no tenía mucho que perder, pues el profesor, en verdad, no había hecho clases hasta ese momento del año. Se limitaba a pegar sobre la pizarra papeles de 75 x 105 cm. con una serie de nombres y definiciones escritos en plumón grueso, que luego los hacía copiar prolijamente en el cuaderno. Mientras tanto, se sentaba en su escritorio a leer el diario y a dormitar por ratos, cuando no se paraba en el umbral de la puerta del aula a conversar con su colega del salón contiguo. Esa rutina era invariable y, a decir de sus ex-alumnos de grados superiores, era la de todos los años.
Fue así como Sandra se animó a aceptar el consejo y a compartirlo con sus demás compañeros. Ese día, todos se dedicaron con empeño a memorizar las respuestas del examen del año pasado. A la mañana siguiente, los muchachos rindieron la prueba con enorme confianza e inusual velocidad. Pero lo mejor de todo fue el comentario del profesor al devolverles las pruebas corregidas, todas con veinte: los felicito chicos ¡Veo que han estudiado muy bien!
La historia de Sandra es real y ocurrió hace pocos años, no en una escuela situada en la cordillera alta, a tres días de camino de un pueblo de frontera, sino en un colegio público de Lima Metropolitana, bajo un currículo reformado orientado al desarrollo de capacidades, dotado de textos escolares actualizados y a cargo de maestros capacitados en el nuevo enfoque.
Testimonios como los de Sandra son realmente abrumadores y, además, bastante comentados en las conversaciones cotidianas de los muchachos y los padres de familia. Entonces ¿Por qué no son noticia en la prensa ni se convierten en un escándalo público? ¿Por qué no hay políticas ni mecanismos capaces de detectar y corregir estas situaciones de manera efectiva y oportuna? Bien vale la pena ensayar algunas explicaciones.
Para empezar, a muchachos como Sandra nunca se les pregunta nada acerca de la calidad del servicio que reciben en las escuelas y que, en sentido estricto, constituye la satisfacción de un derecho. Así, registrar su nivel de agrado y satisfacción con las experiencias que viven dentro y fuera del aula en el ejercicio de ese derecho no interesa a la autoridad ni es objeto de ninguna política. Además, muchas familias saben por experiencia que las escuelas son tierra de nadie y que sus quejas no sólo no tendrán eco sino que regresarán como un boomerang en contra de sus hijos. Entonces, prefieren callar.
Por otro lado, para este tipo de situaciones, pese a constituir una estafa institucionalizada, la sociedad adulta suele tener una gran tolerancia, pues son los niños quienes la padecen. Cualquier solución, sin embargo, tiene que pasar por darles más voz y mayor credibilidad a los estudiantes. Hasta pronto.
Publicado: CNR- 06/02/09 - http://www.cnr.org.pe/aa/pluma.shtml?x=6157